¿A quién pertenece la fachad …

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Publicado en domingo, noviembre, 19th, 2017 in Sin categoría . No hay comentarios


A quién pertenece la fachada de los edificios

En el mundo arquitectónico circula una anécdota que relata como un profesional le mostraba a su cliente la fachada del edificio que acababa de diseñar, recabando su opinión. El cliente le contestó que esa cuestión no debía planteársela a él, ya que iba a verla en contadas ocasiones, sino que debía formulársela a los vecinos de enfrente, o incluso a los transeúntes, que eran quienes iban a disfrutarla o padecerla permanentemente. No sabemos si la historia es real o ficticia, pero, en cualquier caso, apunta en una interesante dirección.

Como cabe suponer, la duda del título no se refiere a la propiedad patrimonial, porque la respuesta es evidente, sino a otro tipo de apropiación, una de carácter simbólico que realizan todos los ciudadanos.

Antes de nada, conviene señalar que nos referimos a las fachadas principales de los edificios de viviendas, que suelen ser la única imagen que estos ofrecen al exterior. Son esas fachadas, «domésticas» y mayoritariamente anónimas, que se alinean formando las calles y que, como veremos, se convierten en las responsables esenciales en la conformación del ambiente de la ciudad. Por eso, su importancia es trascendental y se convierten en tema de reflexión y debate permanente para los arquitectos.

Una de las discusiones más habituales se refiere a cuál debe ser la relación entre la arquitectura (como hecho individual) y la ciudad (como conjunto). Algunos preconizan la autonomía más o menos radical de la arquitectura y defienden que la fachada debe responder exclusivamente a las sugerencias de su interior, mientras que otros defienden la necesidad de diálogo con el contexto (urbano en este caso). Dejaremos de lado estas recurrentes controversias porque nuestro objetivo no es técnico ni estilístico, sino más bien emocional y simbólico.

En general, las fachadas son diseñadas por los arquitectos integrando criterios y circunstancias muy heterogéneos. Estos van desde las exigencias intrínsecas (como usos, alturas, ventilaciones, vistas, u otros muchos requisitos normativos y técnicos) hasta los requerimientos de un contexto (muchas veces condicionados por regulaciones urbanísticas que buscan mantener un determinado «espíritu» urbano); atendiendo, además, a temas relacionados con aspectos estilísticos, constructivos y, por supuesto, presupuestarios.

Estos últimos son muy sustanciales para la concepción del edificio (y, por supuesto, para la expresión de su fachada). Suelen manifestar los deseos de proyectar una determinada imagen establecidos por el promotor inmobiliario al pensar comercialmente en sus clientes y propietarios finales. Esto es muy determinante en la selección de unos materiales u otros para las fachadas, ya que no tienen el mismo significado, por ejemplo, los revestimientos de piedra, el ladrillo «cara vista» o las fachadas con revoco para pintar.

No obstante, a partir de su nacimiento (de su construcción), las fachadas inician su propia vida. A lo largo de la misma, van sufriendo evoluciones promovidas por sus propietarios efectivos que, en muchas ocasiones, divergen de las intenciones iniciales (hay casos en los que las variaciones son auténticas mutaciones). Desde luego hay que tener en cuenta el deterioro derivado del paso del tiempo. El desgaste del uso, el agua, la contaminación, etc. son causas que obligan a realizar mantenimientos, que pueden no seguir los planteamientos originales (por ejemplo, con el cambio de color de los revocos).

Pero hay otras muchas actuaciones no forzadas que pueden constituir un auténtico maltrato para las fachadas por parte de sus residentes, quizá inconscientes de la importancia de las mismas. Las Comunidades de Propietarios disponen de estatutos que fijan su actuación común, hecho que favorece las actuaciones meditadas, pero esas normas no siempre son respetadas. Podemos pensar en los cierres de terrazas para ganar espacio en el interior (una operación individual que suele caer en la ilegalidad urbanística) y que pueden hacer irreconocible la fachada original, más aún cuando estos cambios no se acuerdan entre los vecinos (quizá por su irregularidad administrativa), y originan un variado catálogo de soluciones.

Algo parecido sucede con las sustituciones de las carpinterías y persianas de ventanas y balcones, con modulaciones, materiales o colores dispares. También podríamos referirnos a la instalación de toldos (o rejas) que, en el mejor de lo casos, están coordinados entre sí pero no siempre con el estilo de la propia fachada. Puede hablarse igualmente de la instalación de máquinas de aire acondicionado, con tamaños y disposiciones variadas.

La falta de consideración con las fachadas llega al paroxismo cuando los balcones se convierten en trasteros improvisados, almacenando en ellos, a la vista pública, desde bombonas de butano (algo habitual en los cascos históricos), hasta bicicletas, armarios u otros enseres.

Ciertamente, los edificios evolucionan siguiendo los deseos de sus propietarios y, aunque sus derechos se enmarcan dentro de una serie de ordenanzas regulatorias, la eficacia de estas es más que discutible, al menos fuera de los entornos que gozan de una estricta vigilancia y protección.

Atreviéndonos a proponer una analogía con lo humano, la fachada podría asimilarse con la apariencia exterior de las personas. Nuestro semblante o nuestra forma de vestir nos definen físicamente y permiten a los demás identificarnos. Nuestra sociedad presta importancia a estas cuestiones ya que usamos maquillajes, peluquería, o complementos variados para proyectar nuestra identidad tal como deseamos que sea percibida. Se dice que, hasta cierta edad, nuestro rostro es consecuencia de la genética, pero a partir de un determinado momento, su aspecto es responsabilidad de cada cual al reflejar el tipo de vida que se lleva. Algo así, podría suceder con las fachadas, el “rostro” del edificio, su identidad pública.

Como hemos anticipado, esos «rostros» arquitectónicos, más allá de proporcionar información sobre sus residentes, configuran mayoritariamente la imagen de la ciudad. Los grandes edificios monumentales y los hitos urbanos son iconos que podemos recordar con nitidez, pero hay un «rumor de fondo» que es más importante a la hora de determinar la identidad. Los edificios de viviendas, y en particular sus fachadas, proporcionan el carácter general de una ciudad o de un barrio, actuando, en cierto modo, como los decorados teatrales que prestan un escenario al argumento.

En este sentido, las fachadas definen el ambiente urbano y enmarcan la actividad ciudadana. La ciudad y su espacio público son así el escenario de buena parte de nuestra memoria y las fachadas aparecen como telón de fondo de muchos de nuestros recuerdos. Y este cometido debería conllevar un compromiso extensible tanto a los arquitectos (y a los promotores) en su diseño, como a los residentes a la hora de mantenerlas o transformarlas, pues todos deben ser conscientes de la elevada responsabilidad urbana con la que cargan las fachadas de los edificios de viviendas. Porque, aunque pertenezcan oficialmente a los propietarios del edificio, también son un patrimonio compartido simbólicamente por todos los ciudadanos.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2017/03/21/seres_urbanos/1490108810_973502.html


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